La depresión se presenta como un conjunto de síntomas de predominio afectivo (tristeza patológica, apatía, anhedonia, desesperanza, decaimiento, irritabilidad, sensación subjetiva de malestar e impotencia frente a las exigencias de la vida), aunque, en mayor o menor grado, también están presentes síntomas de tipo cognitivo, volitivo y somático, por lo que podría hablarse de una afectación global de la vida psíquica y física (Grupo de trabajo de la GPC de la Depresión en el Adulto, 2014).
La posibilidad diagnóstica de un trastorno depresivo se suele plantear a partir de datos observacionales poco específicos, como el deterioro en la apariencia y en el aspecto personal, enlentecimiento psicomotriz, tono de voz bajo, facies triste, llanto fácil o espontáneo, disminución de la atención, verbalización de ideas pesimistas (culpa, hipocondría, ruina, etc.), alteraciones del sueño y quejas somáticas inespecíficas. La base para distinguir los cambios patológicos de los ordinarios viene dada por la persistencia de la clínica, su gravedad y el grado de deterioro funcional y social (Grupo de trabajo de la GPC de la Depresión en el Adulto, 2014).
La sintomatología de la enfermedad puede ser distinta con la edad: los jóvenes muestran síntomas fundamentalmente comportamentales, mientras que los adultos mayores tienen con mayor frecuencia síntomas somáticos.
En algunos casos se asocia a otras entidades psicopatológicas como la ansiedad, la distimia, las crisis de pánico, el abuso de alcohol u otras sustancias, algunas enfermedades orgánicas cerebrales y sistémicas, y trastornos de la conducta alimentaria y algunos de la personalidad.
La proporción de la población mundial con depresión se estima en el 4%; un 5,2% en España. Es más común en mujeres que en hombres (5,1 frente a 3,6%), varía según la región y está en aumento en los últimos años. Su prevalencia aumenta con la edad hasta los 60-64 años, para declinar luego, aunque puede aparecer en cualquier momento de la vida (WHO, 2017).
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